martes, 11 de noviembre de 2008

1. Anochecer.

Despierto.

Me veo arrancado de nuevo del vacío de la falsa muerte por un terrible éxtasis de vida aparente, como cada noche desde hace casi nueve siglos.

Suspiro, tomando una profunda bocanada de aire, en un intento por sentirme algo más vivo. El resultado es tan desolador como cada noche, y aún así no puedo evitar sonreír cínicamente. Al fin y al cabo, ¿Qué mortal podría siquiera equipararse a lo que soy ahora?

Abro los ojos lentamente, mientras permito que mis sentidos se extiendan mas allá de lo que un humano consideraría posible, apartando así mi mente del embotamiento del sopor. Entonces la siento, de ese modo que solo nosotros podemos.

Ella, eterna, como yo.

Siento cada leve inflexión de su piel, tersa y suave a la par que gélida, y su rostro reposando sobre mí pecho. Inhalo el perfume de su cabello al tiempo que paladeo el aroma que la antigüedad de su sangre libera en el aire. Disfruto de sus formas, perfectas, ocultas únicamente por la sabana que nos cubre a ambos. Y sobre todo noto su quietud. No respira. Su corazón no late. Como el mío.

Instintivamente sacudo el frio marmóreo de mi piel, a la espera de su despertar. Mis labios, ya cálidos, rozan los suyos en el mismo instante que regresa a la consciencia. Interpreto magistralmente el beso que compuse la noche que la Abracé.

Ella me corresponde, al principio con la pasividad propia de los moribundos, luego con la pasión de los amantes juveniles. Mi piel contagia a la suya con mi calor mientras ella susurra palabras que nunca nadie más oirá de sus labios ni de los míos.

Nos brindamos una tregua acompañada de una sonrisa. Muchos de los nuestros se han convertido en monstruos; otros, como nosotros, se aferran a pequeños detalles propios de los mortales para conservar la cordura. Nuestro amor es más que un pequeño detalle.

Nos miramos fijamente a los ojos, compartimos cada pensamiento como si fuéramos uno. Obviamos las palabras, estamos comunicados a un nivel que solo los más antiguos de la Estirpe comprendemos. Tras unos instantes bailamos entre las sabanas una inútil danza de fertilidad. Ambos sabemos que parte de nuestra maldición es no obtener fruto de estos encuentros, pero no importa. Intensificamos nuestros sentidos hasta que el placer nubla nuestro juicio.

Pero incluso en este momento tan “humano”, nuestra naturaleza es evidente. No solo nos amamos como harían unos amantes mortales. Nos recorremos mutuamente con nuestros colmillos, arrebatando gestos de placer mediante el éxtasis del Beso. Perlas de sangre se deslizan entre las sabanas.

Las agujas del reloj avanzan de forma vertiginosa en estos instantes de soledad. Cuando volvemos a ser conscientes de cuanto nos rodea, la medianoche se aproxima de forma inexorable. Abandonamos nuestro lecho, dotados de una vitalidad ajena a los que nos consideramos hijos de Caín. Una sola frase surge de nuestros labios, al unísono:

“Te amo.”