miércoles, 11 de noviembre de 2009

2. Rutina.

Medianoche.

Frente al espejo, ajusto pausadamente el nudo de mi corbata. Disfruto por un instante del delicado tacto de la seda virgen entre las yemas de mis dedos, para poco después deslizarla con suavidad bajo el chaleco del traje.

Inevitablemente, mis ojos recorren la superficie de azogue hasta que nuestras miradas se encuentran en el reflejo. Ella permanece aún desnuda, sentada sobre los pies de la cama, delicadamente apoyada sobre uno de los mástiles del dosel, sonriéndome con una mezcla entre dulzura y lujuria, como si de una lolita nabokoviana se tratase.

Comienzo a recogerme el pelo en el mismo momento en que ella se incorpora. En una sensual coreografía ensayada durante siglos, coloca la fina tira de seda en mi mano sin que ninguno prestemos excesiva atención a dicho gesto. Tras realizar un discreto lazo, solo un pequeño mechón escapa fuera de su lugar, el mismo mechón que lleva haciéndolo más de ocho siglos.

Después, me abraza.

Huele mi pelo un instante, antes de que me gire hacia ella y la bese con una delicadeza casi infantil, al tiempo que deslizo mi mano por su mejilla, apartando una brillante perla de agua. Nunca se seca por completo. Dice que le gusta la sensación del agua evaporándose sobre su piel. Me sonríe mientras extiende su mano hacia la cómoda para elegir las gafas que llevaré esta noche.

Poco después abandono el dormitorio camino del despacho, con la completa certeza de que ella me seguirá en unos minutos, cuando se haya vestido. Cruzo el umbral y me aproximo a la mesa, cuidadamente trabajada en maderas nobles. Mi mano recorre su superficie, sintiendo cada veta, cada nudo, cada fino grabado de esta pieza única, antes de abrir la purera tallada que se encuentra sobre ella.

El aroma del tabaco cubano liado al método tradicional invade la estancia, trasladándome a lugares que nunca visité. Tomo un habano entre mis dedos, permitiendo que un torrente de sensaciones, impregnadas en el cigarro por cada uno de los mortales que entraron en contacto con él, alcance mi mente. Por un segundo, siento fluir a través de mí las vidas de recolectores y tabaqueras, exportadores y vendedores; vidas humanas que, en ese breve periodo de tiempo, no resultan tan nimias.

Tras emplear mis colmillos en sesgar delicadamente el extremo del puro y habiendo depositado el sobrante en un hermoso cenicero de cristal, un destello incandescente se refleja en el interior de mis lentes mientras las hebras de tabaco se inflaman. Aspiro la primera calada mientras observo mis dominios por el amplio ventanal. Más allá del cristal, la arboleda se extiende hasta el lago Erie.

Hace más de quince años que llegamos aquí, y sin embargo, cada noche clavo mi mirada en la superficie cristalina del lago, a través del bosque. No tiene que ver con ningún tipo de ritual, es simplemente rutina, como todo lo demás.

Noche tras noche, año tras año y siglo tras siglo.

Rutina.

Ese concepto ha acabado con más de los nuestros que la Inquisición.

Y sin embargo, algunos perduramos.

martes, 11 de noviembre de 2008

1. Anochecer.

Despierto.

Me veo arrancado de nuevo del vacío de la falsa muerte por un terrible éxtasis de vida aparente, como cada noche desde hace casi nueve siglos.

Suspiro, tomando una profunda bocanada de aire, en un intento por sentirme algo más vivo. El resultado es tan desolador como cada noche, y aún así no puedo evitar sonreír cínicamente. Al fin y al cabo, ¿Qué mortal podría siquiera equipararse a lo que soy ahora?

Abro los ojos lentamente, mientras permito que mis sentidos se extiendan mas allá de lo que un humano consideraría posible, apartando así mi mente del embotamiento del sopor. Entonces la siento, de ese modo que solo nosotros podemos.

Ella, eterna, como yo.

Siento cada leve inflexión de su piel, tersa y suave a la par que gélida, y su rostro reposando sobre mí pecho. Inhalo el perfume de su cabello al tiempo que paladeo el aroma que la antigüedad de su sangre libera en el aire. Disfruto de sus formas, perfectas, ocultas únicamente por la sabana que nos cubre a ambos. Y sobre todo noto su quietud. No respira. Su corazón no late. Como el mío.

Instintivamente sacudo el frio marmóreo de mi piel, a la espera de su despertar. Mis labios, ya cálidos, rozan los suyos en el mismo instante que regresa a la consciencia. Interpreto magistralmente el beso que compuse la noche que la Abracé.

Ella me corresponde, al principio con la pasividad propia de los moribundos, luego con la pasión de los amantes juveniles. Mi piel contagia a la suya con mi calor mientras ella susurra palabras que nunca nadie más oirá de sus labios ni de los míos.

Nos brindamos una tregua acompañada de una sonrisa. Muchos de los nuestros se han convertido en monstruos; otros, como nosotros, se aferran a pequeños detalles propios de los mortales para conservar la cordura. Nuestro amor es más que un pequeño detalle.

Nos miramos fijamente a los ojos, compartimos cada pensamiento como si fuéramos uno. Obviamos las palabras, estamos comunicados a un nivel que solo los más antiguos de la Estirpe comprendemos. Tras unos instantes bailamos entre las sabanas una inútil danza de fertilidad. Ambos sabemos que parte de nuestra maldición es no obtener fruto de estos encuentros, pero no importa. Intensificamos nuestros sentidos hasta que el placer nubla nuestro juicio.

Pero incluso en este momento tan “humano”, nuestra naturaleza es evidente. No solo nos amamos como harían unos amantes mortales. Nos recorremos mutuamente con nuestros colmillos, arrebatando gestos de placer mediante el éxtasis del Beso. Perlas de sangre se deslizan entre las sabanas.

Las agujas del reloj avanzan de forma vertiginosa en estos instantes de soledad. Cuando volvemos a ser conscientes de cuanto nos rodea, la medianoche se aproxima de forma inexorable. Abandonamos nuestro lecho, dotados de una vitalidad ajena a los que nos consideramos hijos de Caín. Una sola frase surge de nuestros labios, al unísono:

“Te amo.”